martes, 5 de abril de 2011

Candela, Fernando e Isaías


Todos los viernes Candela, madre soltera, se levantaba temprano, llevaba la niña al colegio y luego se refugiaba en una cafetería acogedora y cálida donde tomaba el desayuno y escribía poemas de amor.
Porque Candela, que toda la semana se dedicaba a su casa, su trabajo, su hija, necesitaba desahogar todo aquel torrente arremolinado que corría por sus venas y que apenas tenía tiempo de materializar siquiera en pensamientos. Así que los viernes ella se daba permiso para calentar una lasaña de Mercadona para  el  almuerzo, y así disponía de la mañana  para sus versos.
Y allí le salían a borbotones desordenados las más arrebatadas palabras de amor, las más tiernas y delicadas y las más desesperadas y dolorosas, llenas de deseos inexpresables y fantasías descontroladas. Todo le salía así, como una llamarada violenta que elevaba 2 grados la temperatura de la cafetería, entre el té con leche y el croasán, entre lágrimas, suspiros y sonrisas avergonzadas por las miradas furtivas de los camareros.

El nuevo vecino de Candela, causante de todo este desaguisado hormonal, era un hombre reservado, seco, parco, pero de cierta afabilidad distante. Fernando, un hombre maduro, de buen ver, recién había llegado al barrio, justo a la casa de al lado de Candela. Apenas había hablado con esa mujer, pero ella ya se había ofrecido a ayudarle en un par de trámites en los días en que se instaló en su nueva casa. También le llevó la cena aquel día en que hubo apagón general y la cocina vitro no funcionó. Era guapa aquella mujer, pero no era de su interés. De vez en cuando hasta le provocaba rechazo verla con esa falda de campana, hecha de retales. Tanto rojo vermellón le resultaba irritante, no soportaba las salidas de tono. Últimamente tenía la sensación de encontrársela cada vez que abría la puerta. Solía ofrecerse para ayudarle en cualquier cosa. Él lo aceptaba siempre que le venía bien. Pero Fernando no sentía agradecimiento. Fernando vivió su infancia de pobre en un barrio de niños ricos a los que siempre miró con desprecio y envidia. Aprendió a tomar de los demás como una compensación que le debía la vida, a la que no tenía que retornar nada. Para él era natural pedir y que le dieran. Simplemente. Así que jamás vió a Candela como algo más que una proveedora de chirriante falda rojo vermellón.

Ese lunes Isaías decidió ponerse en marcha después de tres años paralizado, sin atreverse a dar el primer paso. Sin  pensar, a primera hora, se acercó a casa de Candela. Ella le abrió la puerta y vio sorprendida a aquel hombre flaco y nervioso que tantas veces se encontraba en la panadería. “Hola. Por favor, acéptame esto”. Él le entregó  con manos temblorosas una caja de zapatos. Y, como si quisiera difuminarse en el paisaje, sonrió con tristeza, dio la vuelta y caminó sin pisar, en dirección contraria.
Candela, sorprendida, miró mecánicamente la puerta de su vecino, por si tenía  suerte y se materializaba su obsesión en forma de hombre. Pero no. Cerró la suya y, curiosa, abrió la caja de zapatos. Estaba llena de papeles, hojas de libreta, trozos de papel de envolver de la panadería, servilletas, algún clínex, hasta un envoltorio de caramelo. Tomó el primer papel arrugado y empezó a leer. Candela se sentó despacio y se introdujo sin dificultad en un mundo de poemas de amor deslavazados en variados papeles que mostraban que fueron escritos en cualquier parte al calor de un arrebato. Poemas de amor llenos de alegría, de desconsuelo, de deseos, de pasión rojo vermellón. No pudo dejar de leer hasta que hubo bebido cada uno de los poemas que le hablaban de un mundo paralelo al suyo, tan igual, tan intenso, que no pudo  por menos sentir que eran almas gemelas llenas de amor, que miraban en direcciones equivocadas, que se golpeaban con paredes inertes, sin puertas que atravesar. Las lágrimas corrían por sus mejillas, las mangas se humedecían absorbiendo sus mocos, incapaz de levantarse ante la aplastante verdad de los amores desencontrados.

En ese momento sonó el timbre. De forma lenta y automatizada se acercó a abrir. Era Fernando, el vecino, a quien vio como si un zoom lo alejara empequeñeciéndolo. Fernando miró la lágrimas, los mocos, la camisa llena de goterones. “ Se me acabó el café, ¿me das un poco?”. Y le tendió un vaso de cristal viejo y mate. Candela volvió, lenta, sobre sus pasos hasta la cocina. Llenó el vaso de café molido y luego se lo dio. Fernando, sin dar las gracias, con unas turbias palabras que parecían dar a entender que ya se lo devolvería, entró en su casa.
Candela, con los ojos hinchados, miró el cielo. Amanecía. Bajó la mirada y allá lejos vio al panadero, gordito y bonachón, abriendo la puerta de la panadería.
RM, 4-5 abril 11, AQUÍ



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