jueves, 13 de marzo de 2008


lluvia de estrellas



El garaje de papá es pequeño, oscuro, desordenado, lleno de manchas de grasa de coche. Tiene un único bombillo fluorescente que da una luz pobre y fría que ensombrece el lugar más que lo ilumina. Y una radio pequeña que suena como si estuviera dentro de una lata.
Está casi todo ocupado por el coche que compró a medias con el tío Ramón. El coche está sin ruedas, subido sobre cuatro pilas de bloques. Es rojo.
A papá le encanta meterse en el agujero cuadrado que hay debajo en el suelo. A mí el agujero me da miedo. Pero él, con su llave inglesa y una bombilla amarillenta unida a un cable largo se pasa horas mirando la parte baja del coche. Pone cara de arqueólogo que ve por primera vez las pinturas en los techos de la cueva de Altamira, o algo así de importante. Y empieza a apretar tuercas, desenroscar tornillos muy gordos, sacar de allí toda clase de cachivaches negros de grasa y polvo, hasta unos muelles muy grandes que dan ganas de ponérselos en los pies para saltar.
Así pasa las tardes, los fines de semana, los días de fiesta y el coche siempre igual. O sea, viejo, muy viejo.
Yo siempre entro a media tarde. A las cinco, antes de empezar a planchar, mamá me saca de los deberes del colegio para que le lleve un buchito de café a papá. Voy por el patio despacito, con miedo a que se me desparrame alguna gota de la taza.
A mi padre le gusta mucho el café. Sale del agujero que me hace temblar las piernas y se acomoda en la puerta del garaje. Siempre en la misma postura, como cansado, pero con ojos brillantes que miran las ramas del nisperero. Se nota que saborea cada sorbo. Creo que en ese rato simplemente se va. No está en su cuerpo.
Yo aprovecho su ausencia y hago como que lo miro todo, y me paro en la mesa llena de herramientas y otras cosas que no sé qué son y que, creo, no sirven para nada. Mi madre siempre dice que a mi padre le encanta guardar porquerías.
Pero lo que de verdad hago es mirar el póster de la pared. Está viejo, despuntado, amarillento, lleno de huellas dactilares de grasa negra. La chica desnuda me mira. Me sonríe, un poco forzada, eso sí, pero yo la entiendo: no debe ser cómoda esa forma de tumbarse sobre el capó de su coche. También parece forzado el peinado, pero eso sí que no sé porqué.
La chica, con sus tetas al aire, inquietándome, hace el esfuerzo de sonreír y no caerse, y sigue mirándome. He probado a moverme, a mirarla de lado: no hay duda, me mira a mí. Me pongo colorado: nunca había visto una mujer desnuda y quizá por eso no puedo mirar otra cosa. Es raro ver a una mujer desnuda. Me siento como atrapado por ella y, a la vez amenazado. Pero no sé porqué. Me gustaría mirarla y que no me viera. Pero no me quita ojo. Nos miramos mutuamente todo el rato. Empiezo a marearme un poco.
Pero ya papá me devuelve la tacita. Me mira con una sonrisa un poco rara en él, como de bobo, como de enamorado de película de la tele. Yo, siguiendo el ritual, meto el dedo y luego chupo el azúcar bañado en el café que quedó en el fondo. Y me voy con mamá. Aún no he encontrado un pretexto convincente para seguir mirando a la chica sin que papá se dé cuenta. Pero no importa. La he memorizado bien. Y, por la noche, en la cama, revivo el garaje, con blancas paredes limpias, con luz intensa y cálida, con herramientas ordenadas, con coche rojo reluciente, con un vaso de plástico con caléndulas del jardín y con ella sonriéndome desde el póster nuevo, ahora sí, relajada.
RM, feb08


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